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"Los estudiantes en el Ecuador son buenos para memorizar"



"Los estudiantes en el Ecuador son buenos para memorizar. La memorización es buena para aprender tareas simples. Pero a medida que la tarea se complejiza y requiere estrategias de resolución de problemas la memorización hace daño antes que ayudar. 
Los profesores no son muy dúctiles para ayudar a los estudiantes a resolver problemas complejos. Así pues, el reto no es hacer más de lo mismo; el reto es cambiar. Cambiar la naturaleza de la enseñanza y de la instrucción para que los estudiantes tengan más control sobre su aprendizaje".
Andreas Schleicher, en Quito, 11 dic. 2018  

Esto dijo en Quito Andreas Schleicher, director de Educación de la OCDE, en el acto de presentación del infome de resultados de PISA-D. El Ecuador obtuvo bajos resultados en las tres áreas evaluadas - lectura, ciencias y matemáticas - y especialmente en esta última.

Las pruebas se aplicaron en el Ecuador en octubre de 2017. 71% de los estudiantes ecuatorianos de 15 años obtuvo bajo desempeño en Matemáticas, 57% en Ciencias y 51% en Lectura.

Schleicher puso el dedo en la llaga al destacar algo que los ecuatorianos conocemos bien: el carácter fuertemente memorístico de la educación en este país.

La memoria es indispensable para aprender, pero el aprendizaje requiere ir más allá de memorizar y repetir; aprender implica comprender, pensar, razonar, reflexionar.

En el excesivo peso dado a la memorización como estrategia de enseñanza y de aprendizaje radica sin duda una de las claves de los pobres resultados en Matemáticas.

Matemáticas es el área de más bajos resultados en PISA en general y en América Latina y el Caribe en particular. El proverbial "miedo a las Matemáticas" es asunto de alcance y preocupación mundial.

Las pruebas PISA evalúan competencias, capacidad de resolver problemas. Esto requiere un nivel mayor de complejidad que la mera memorización de información.

No se trata de satanizar la memoria. Esta es esencial en el aprendizaje, en el trabajo, en la vida diaria. De lo que se trata es de entender mejor qué papel tiene y cómo opera la memoria en el proceso de aprendizaje. La Neurociencia aporta hoy nuevo conocimiento sobre el tema, nuevo conocimiento que es esencial que manejen los profesores no solo para mejorar la enseñanza sino para optimizar su propio aprendizaje. Hoy sabemos que aprender de verdad implica almacenar el nuevo conocimiento en la memoria de largo plazo. Y esto implica manejar bien los períodos de concentración y de descanso, la competencia y el estrés en los procesos de enseñanza y de aprendizaje. Aprendemos mejor en la colaboración antes que en la competencia, en ausencia de estrés antes que bajo tensión.

La pérdida de memoria ha sido usualmente un tema asociado al envejecimiento. No obstante, hoy en día el debilitamiento de la memoria se está iniciando mucho antes. La creciente dependencia de las tecnologías digitales y los motores de búsqueda en internet está llevando a adolescentes y jóvenes a perder capacidad de memorización y confianza en su habilidad para retener y recordar información.

Estamos pues en un momento que invita a un doble movimiento en relación a la memoria: por un lado, reforzarla y cultivarla en todas las edades y, por otro, revisar su papel como herramienta pedagógica también en todas las edades.

En sistemas educativos altamente memorísticos como el ecuatoriano, destronar a la memoria como reina de la Pedagogía implica repensar radicalmente la formación y la capacitación docente, matriz en la cual se reproduce el memorismo como estrategia central tanto de aprendizaje como de enseñanza.

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En Bangladesh visité escuelas primarias rurales del BRAC, en el marco de una evaluación del programa de educación primaria no-formal realizada por UNICEF. Las visitas, anunciadas, suscitaban - como es usual - toda clase de actividades: cánticos, bailes, recitado de poemas, lecturas en voz alta, dictados, dibujos, exposiciones de manualidades. En medio de todo eso, uno debe aprender a desentrañar marcas significativas de la cultura escolar y de la cultura local.

Para mi sorpresa, en una escuelita de una comunidad muy pobre encontré una profesora entusiasta que me invitó a hacer preguntas a sus alumnos. Ellos estaban ansiosos, me dijo, por mostrarme sus conocimientos matemáticos.

Mientras ideaba problemas pertinentes y preguntas claras (que resistieran además la traducción al bengalí por parte del traductor que me acompañaba), niños y niñas expectantes, de ojos brillantes, sentados sobre sus pequeñas alfombras en el suelo, alistaban sus herramientas: ojos y oídos atentos, la pizarra individual entre las manos y un pedazo de tiza.

- "¿Cuántas manos hay en esta habitación?", pregunté.

- "¡Sesenta!", fue la respuesta inmediata coreada a una sola voz. 30 alumnos inscritos en la clase = 60 manos.

Me quedé callada. Ellos solos empezaron a recapacitar, adelantándose a la previsible intervención de la profesora.

- "¡Sesenta y seis!", gritaron varios niños, después de hacer, ahora sí, las cuentas: 58 manos infantiles (un alumno había faltado ese día), más 2 manos de la profesora y 6 manos de los 3 visitantes presentes.

¡Bien! Entusiasmados, me pidieron una "pregunta de multiplicar". Y volvieron a alistar sus pizarras.

- "¿Quién puede decirme cuántos dibujos hay en las paredes de esta habitación?", pregunté. 

De las cuatro paredes del aula, tres estaban cubiertas de dibujos hechos por los alumnos, prolijamente alineados en dos filas, el mismo número de dibujos y el mismo arreglo visual en cada pared. Una posibilidad era, pues, sumar los 10 dibujos de una pared y luego multiplicar por 3.

Caritas perplejas y un tenso silencio. Una niña de armas tomar se paró en el centro del aula y empezó a contar en voz alta los dibujos. Otros alumnos se pararon y empezaron a hacer lo mismo. Uno de ellos, incluso, decidió recorrer con el dedo las paredes, contando los dibujos mientras los tocaba. Todos terminaron coreando el resultado correcto, en medio de gran algarabía.

- "Pero ustedes me pidieron una pregunta de multiplicar y lo que hicieron es sumar", les recordé, entre risas. 

Los niños, vivarachos, enganchados, se disponían nuevamente a pensar. La profesora, nerviosa, se adelantó y dio el resultado. No pudo darles a los niños el tiempo que habría sido necesario para que ellos, solos, descubrieran cómo convertir la suma en multiplicación y comprendieran, jugando, la función y la utilidad de multiplicar.

Estos niños sabían sumar, restar y multiplicar, y la joven profesora había logrado entusiasmarles con las matemáticas, pero padecían el síndrome escolar conocido: un "saber" que tiene dificultades para aplicarse a problemas reales.

La brecha entre lo que se aprende en la escuela y su aplicabilidad en la vida cotidiana es caracterizada por algunos autores como un verdadero "blo­queo". En éste confluyen no sólo la pertinencia y relevancia de los contenidos sino también de los enfoques y métodos de enseñanza. Y una cultura escolar que cultiva la impaciencia, que no deja tiempo para pensar, que castiga el error, que desconfía de las capacidades de los alumnos.

Reconociendo esa brecha y aceptándola como lo que es - un problema de enseñanza antes que de aprendizaje - el sistema escolar necesita asumir la aplicabilidad del conocimiento como un objetivo central: la relación entre lo que se enseña en las aulas y lo que se necesita aprender en y para la vida, la traducción del saber en saber pensar y saber hacer.

El objetivo del aprendizaje no es solo saber sino saber usar lo aprendido para comprender y resolver problemas de la vida cotidiana. Quien enseña debe ayudar a los alumnos a aprender pensando y a aprender haciendo. Evaluar aprendizajes implica no solo comprobar asimilación y retención de la información sino evaluar competencias para usar esa información y ese conocimiento en la vida real, más allá del aula, el papel o la pantalla. 


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